Corrían los noventas cuando un amigo español se lo advirtió: ser cineasta en Costa Rica era como ser torero en Dinamarca; no tenía sentido, pero para Jurgen Ureña ya era demasiado tarde, ya el tren del cine le había pasado por encima y en su cabeza algo se había desacomodado para siempre y —con el paso de los años— para bien.
Fue tanta la fuerza con la que el cine lo atropelló, que hizo girar al mundo de ese joven que entró a la universidad con la expectativa de convertirse en un administrador de negocios —por primera vez— en dirección contraria.
Lo que inició como una manera de ganarse una beca trabajando en la cátedra de cine de la Escuela de Estudios Generales, se convirtió rápidamente en una vocación incondicional, al punto de que le sería difícil entender su vida sin verla a través de las relaciones con el cine.
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